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¿Quién era Jesús?


¿Quién era Jesús?

El escritor Andrew Sullivan, de Newsweek (2 de abril, 2012), redactó el artículo principal de un número de la revista noticiosa sobre la crisis del cristianismo. En su pieza destaca los conceptos adulterados sobre Jesús que han dado pie a un activismo religioso que intenta imponer los criterios de la iglesia cristiana sobre todo el país. Sus palabras atacan a una forma de cristianismo que ha olvidado el mensaje básico de Cristo, sus palabras y su vida.

Muchos evangélicos de nuestros días seguramente discreparán de esta posición. Quizá se sienten cansados del avance inmisericorde del posmodernismo, de la capacidad actual de dudar de todo y llegar a conclusiones morales y éticas sin la ayuda de instituciones. Quizá han llegado a creer que el cristianismo tiene que emplear métodos humanos para lograr lo que la evangelización no parece haber logrado. Lo que le da un valor extraordinario a la posición de Sullivan es que coloca a Cristo mismo en el centro del debate religioso.

¿Fue Cristo religioso en este sentido moderno? ¿Refleja la iglesia sus ideales? Tristemente, a veces parece haber una desconexión entre Jesús y los ideales y prácticas de sus seguidores. Un análisis simple del mensaje de Cristo nos enfrenta a tremendos desafíos. Y hacer esto sin prejuicios revela por qué su vida sacudió la historia de la humanidad hasta ahora. Propongo que la vida y el mensaje de Cristo evidenciaron lo siguiente:

Jesús nunca buscó el poder político ni la influencia de las riquezas o la posición social. Jesús nació en la pobreza de un hogar artesanal. Él mismo dijo que no tenía ni donde recostar la cabeza (S. Mateo 8:20). Enseñó que debiéramos dar al “César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (S. Marcos 12:17). Nos animó a reformar nuestras propias vidas, no a controlar las vidas ajenas.
Jesús presentó un nuevo concepto de la vida religiosa expresado en términos del reino de los cielos. En su declaración de lo que significa el reino de los cielos habló de amar al enemigo, de ser humildes, pacificadores, perdonadores y generosos (ver S. Mateo, capítulos 5-7). Nos invitó a vivir una vida de sacrificio y entrega. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (S. Lucas 9:23).
Jesús nos enseñó a relacionarnos con Dios como con un Padre (ver S. Mateo 6:9-15). Introdujo un concepto de Dios que iba mucho más allá de los requisitos de la ley o el reconocimiento de su existencia; algo muy distinto de las deidades severas y caprichosas de los pueblos paganos.
Jesús no abolió la ley, sino que la estableció como valores del espíritu que rigen la vida desde adentro. No solo peca el que adultera y mata, también lo hace el que codicia a la mujer ajena y el que odia a su prójimo (S. Mateo 5:28; 21, 22). Enseñó que la obediencia debe brotar del corazón y ser guiada por el amor (S. Juan 14:15).
Jesús buscó el bienestar físico de las personas tanto como su salud espiritual. Durante su ministerio, se dedicó a sanar enfermos y a restaurar a los rechazados. Valoró a cada miembro de la sociedad: a mujeres, niños y los desposeídos. El único requisito para ser salvado por él era reconocerse perdido (ver S. Lucas 19:10).
Jesús nos invitó a vivir por la fe y a confiar en Dios. Todavía existe sed de Dios. Todavía nos preguntamos por qué existe el universo y cómo llegamos a encontrarnos nosotros en este planeta. Más que nunca necesitamos la certidumbre del amor de Dios. Jesús nos dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (S. Mateo 11:28-30).
Jesús fue santo, generoso, pacífico y humilde. Hoy lo habrían considerado un loco, un ser extraño que se negaba a sí mismo en bien de los demás. Un místico que no se defendió en su juicio, sino que perdonó a sus enemigos. Sus enseñanzas fueron sencillas, expresadas por medio de relatos, parábolas y metáforas. Él mismo fue un milagro, y su muerte fue la máxima revelación de un Dios que se entregó a sí mismo por salvar a sus criaturas.

Ser su seguidor significa no vivir distraído por las tentaciones de este mundo. Él nos enseñó a vivir ligeros, sin la carga del odio o los prejuicios contra los demás. Felices en la confianza de ser hijos de Dios, consolados y guiados por su Espíritu. Nos pidió que confiáramos en la promesa de su regreso, que algún día viviremos en su presencia: perdonados, restaurados y amados para siempre.

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